miércoles, 20 de junio de 2012

Treinta días.

La primera vez que ví al mar tenía siete años. Fui un privilegiado al poder hacerlo con esa edad. En la aldea de donde venía no había ningún niño que hubiera visto el mar. La mayor cantidad de agua que jamás habíamos visto era la del río cuando en invierno se desbordaba e inundaba gran parte de los pastizales cercanos al curso del agua. Pero el mar era inmenso.

Como inmensa era también aquella ciudad. Comparada con mi pueblo Vigo era como un gigante de cuento de hadas que pareciera me iba a devorar en cualquier momento. No me atrevía a soltar la mano de mi tío Jacinto, que me había llevado hasta allí. Jamás hubiera imaginado que pudiera existir un pueblo tan grande, ni tanta agua junta y de un color azul verdoso tan bello.

Por esta parte me sentía un tipo con suerte. Pero por otro parte, no. El hecho de que viera el mar con una edad tan temprana sólo podía significar una cosa: que pronto me iban a embarcar en un barco rumbo a América. Allí estaban mi padres, en Venezuela. Hacía dos años que ellos mismos habían hecho el viaje que yo ahora me disponía a comenzar. Hacía dos años que no los veía y mis recuerdos de niño de cinco años se mezclaban y difuminaban. ¡Qué alegría poder volver a verlos!.

Mi abuela Elvira me había explicado que iba a pasar unos cuantos días en aquel barco, en compañía de otros niños, navegando por aquel inmenso mar. Pero iba a ir yo solo. Mi tío se volvería a la aldea después de dejarme en el barco. Como equipaje llevaba una pequeña maleta, un cartel colgado del cuello con mi nombre y una canica de cristal verde que mi abuelo Manolo me había regalado la noche antes de salir del pueblo y que yo apretaba con fuerza con mi mano dentro del bolsillo del pantalón cuando el miedo me invadía.

"Ahora tienes que ser valiente", me había dicho mi abuelo.Y lo iba a ser, porque la recompensa era muy grande tanto como el mar. En treinta días mi madre me volvería a abrazar y todo pasaría. Sólo tenía que aguantar treinta días.


Buque Santa María, navío portugués que de 1953 a 1973 viajaba desde el puerto de Vigo
 al  puerto de La Guaira en Caracas, llevando a los inmigrantes gallegos hasta Venezuela.

Dibujo tomado del Blog "El mar, qué gran tema para hablar..."

viernes, 1 de junio de 2012

Nada es lo que parece

Las campanas de la iglesia han dado las seis de la tarde. La soledad de la habitación me lleva a pensar en ti. El sol que entra por la ventana me quema la piel del brazo derecho, y así y todo no lo quito del sol. Desde aquí puedo ver el ambiente que hay en la plazuela. Los niños corretean entre los árboles. Las madres charlan y esperan en los bancos que hay debajo de los árboles. La fuente del centro de la plaza da algo de frescor al conjunto empedrado de edificios y suelos. Y yo sigo pensando en ti.


Con mi mano izquierda sostengo el vaso de ginebra que me estoy bebiendo. Le he puesto mucho hielo, sino no soy capaz de bebérmelo. El alcohol me quema en la garganta. Sólo así, rebajado con agua, es como soy capaz de tomármelo. Llaman a la puerta y pienso en ti.

Pero tú no eres; no voy ir a abrir. Si fueras tú ya habrías abierto con tu llave y habrías entrado en casa. Insisten llamando a la puerta. No se darán cuenta de que no hay nadie en casa. Yo sin ti, en esta casa, no soy nadie. Dejo el vaso sucio en el suelo. Ya lo recogeré después.

¡Ahora el teléfono!. Que dejen el recado en el contestador. Luego lo oiré. Estoy intentando dejar la mente en blanco para sólo pensar en ti, pero está visto que no me dejan. Ni que les molestase a los demás que tú y yo nos quisiéramos.


Dirijo mi mirada a la plazuela. Poso mis ojos sobre la gente que hay en ella. Prácticamente la misma que hace un rato. Sólo dos o tres personas se fueron; una o dos llegaron. Ahora veo que tú estás sentada en uno de los bancos; el que da casi enfrente al portal de nuestra casa.

“Laura!, Laura!”. Miras hacia un lado y hacia otro, buscando la voz que te llama, pero no se te ocurre mirar a nuestra ventana. “Laura, sube!”. Ahora sí me has visto. Te levantas del banco. Coges las bolsas con la compra que tenías en el suelo y diriges tus pasos hacia nuestra casa. Llamas al timbre y yo voy a abrirte la puerta.

“¿Se puede saber que hacías sentada en esa banco, sola?”. “Estaba esperando a que llegaras para que me abrieras la puerta. Cuando salí a hacer la compra se me olvidaron las llaves. Llamé a la puerta antes, pero no habías llegado todavía del trabajo. Incluso te llamé por teléfono, pero no debías de estar por que no me cogiste el teléfono”. “Esta mujer siempre tan inútil. No voy hacer carrera de ti. Pasa para la cocina a prepararme la cena, que tengo hambre”.

Como no te movías de enfrente de mí, tuve que pegarte el primer bofetón de la tarde. Tú no dijiste nada; tampoco soltaste la más mínima lágrima. Bajaste la cabeza y encaminaste los pasos hacia la cocina. “Toda la tarde pensando en ella, y ahora se hace la remolona para prepararme la cena. Sólo sabe andar a base de golpes… ¡Con lo que nos queremos…!


(Publicado en MeGustaEscribir)